Una sociedad sin guerra es poco probable. Una sociedad capitalista sin guerra es imposible.
Esto puede demostrarse muy fácilmente sistematizando los elementos de análisis, a veces dispersos, que encontramos en Orwell y Mumford, pero también en autores contemporáneos como Noam Chomsky, Jacques Pauwels y Annie Lacroix-Riz.
La razón del crecimiento es la posibilidad de aplicar una política de obsolescencia en sus formas cardinales.
Sin embargo, hay que constatar que la obsolescencia, por sí sola, no lograría enfrentar el desafío de la sobreproducción —que es enorme y exige un medio mucho más radical, un medio que actúe tanto aguas arriba como aguas abajo, un medio que dé forma tanto al productor como al consumidor.
Ese medio es la guerra. No hablo de la guerra económica en la que todos los actores están supuestamente comprometidos de manera permanente; tampoco hablo de la guerra social larvada en la que viven los individuos conformes y atomizados (a la Maquiavelo o a la Hobbes) ni de la guerra de clases (de Marx y Engels); hablo de la guerra en cuanto producción industrial capitalista.
Crecimiento y conflicto
Aquí no se encontrará nada metafórico. La estricta correlación que existe entre capitalismo y guerra fue presentida, entre otros, por Karl Marx, Jean Jaurès, Georges Sorel y William James antes de ser analizada por Werner Sombart y Vladimir Lenin, pero sobre todo por Lewis Mumford (1932) y George Orwell (1949).
Desde el punto de vista de estos análisis, justificar el crecimiento equivale a legitimar la guerra. A su vez, distinguiremos tres tipos de funciones marciales, escalonadas según su grado de evidencia.
Observemos que cada grado está directamente correlacionado con la importancia factual de la función, siendo la menos evidente la más fundamental.
Estrategia y prevención
Primero, las funciones visibles son estratégicas y tácticas. Se trata, por supuesto, de la defensa nacional, pero esta noción simple puede ser objeto de ciertos arreglos cosméticos.
¿Se trata de defender su territorio stricto sensu (a la suiza) o sus intereses estratégicos (al modo estadounidense)?
El primero está claramente definido, al igual que la misión de los ejércitos; los segundos pueden referirse a objetivos muy lejanos en el espacio y en el tiempo, hasta el punto de que una guerra sin fin contra “el imperio del mal”, “la droga” o “el terrorismo” es perfectamente concebible.
Asimismo, el ataque preventivo por motivos triviales o simplemente ficticios se practica ya fuera de todo marco jurídico internacional —a menos que este se revele fácilmente manipulable.
Finalmente, desde 1971, la guerra de liberación por motivos “políticos” puede ser rebautizada “guerra humanitaria” sin que ello provoque escándalo entre los observadores atentos.
La guerra es la paz
Segundo, las funciones liminales nos ponen en presencia de tres grandes arquetipos. Por definición transhistóricos, los encontramos en todas las sociedades y casi en todas las comunidades.
La religiosidad remite al sacrificio trágico del guerrero y a los mitos primitivos; morir y dar muerte ponen en contacto con lo Último. La práctica de la guerra es propiamente sacramental (cf. Eliade).
Después, las virtudes marciales nos remiten a un conjunto de valores masculinos, supuestamente morales, fundadores del Estado: disciplina de hierro, intrepidez, desprecio por la suavidad y por el interés personal, obediencia ciega, etc.
Por último, esta abnegación asegura la coherencia social (cf. Girard) y constituye una respuesta eficaz, si no elegante, al peligro maltusiano (bajo la forma de eugenesia de la propia población y genocidio del adversario).
La libertad es la esclavitud
Tercero, las funciones invisibles inciden más directamente aún en los mecanismos de control y de estabilización de la sociedad capitalista.
Están primero las funciones políticas: crear unanimidad mediante la distracción y, sobre todo, preservar las desigualdades exigiendo subordinación frente a la amenaza exterior, real o imaginaria, inmediata o anunciada.
Después vienen las funciones económicas: la guerra permite asegurar el acceso a las materias primas y abrir nuevos mercados si los “socios comerciales” resultan poco sensibles a los argumentos puramente mercantiles (a la Ricardo).
También permite dar salida a la sobreproducción de toda una serie de bienes y servicios que no mejoran en nada la suerte de las masas: sería imposible preservar el statu quo político si las inversiones se destinaran a bienes socialmente útiles (sanidad universal, escuela democratizada, infraestructuras culturales y deportivas accesibles, autonomía energética…) en lugar de a lo socialmente inútil.
Obsolescencia planeada
Por último, está el keynesianismo militar en cuanto tal (que Chomsky bautizó como el “Pentagon system”): invirtiendo masivamente en investigación, desarrollo y comercialización de productos militares, de sus precursores y derivados, el Estado capitalista estimula la innovación tecnológica, el empleo y la producción industrial.
Además, ofrece salidas seguras: el gigantesco mercado militar está garantizado por el Estado y financiado mediante impuestos (pagados por los pobres) y préstamos (en beneficio de los “mercados financieros”).
La reticularidad de esta práctica, digna de la Rusia soviética (que, subrayémoslo, no hizo sino adaptarse, por la fuerza de las cosas, al militarismo occidental), es tan profunda y poderosa que su cuantificación es prácticamente imposible.
Baste un ejemplo: en 1955, cuando Chomsky fue titularizado como profesor de lingüística en el MIT (Massachusetts Institute of Technology), el Instituto estaba financiado al 100% por tres cuerpos del ejército.
Rebeldía bajo control
El lector ingenuo se sorprenderá primero de que trabajos tan abstrusos como la gramática generativa y transformacional fueran financiados íntegramente por el Pentágono.
Quizá añadirá que el MIT era entonces el principal centro de resistencia del movimiento antiguerra y que, de hecho, Chomsky nunca escatimó esfuerzos para denunciar el militarismo imperial de los EE.UU.
En efecto, se admitirá que ciertas investigaciones parecen muy alejadas de una aplicación militar directa, pero en el caso de la lingüística no es así: comprender la estructura fundamental del lenguaje permitiría formalizar todas las lenguas y crear programas de traducción universal (y, por tanto, panópticos); además, la programación de ordenadores complejos, de autómatas eficientes, de drones y de androides pasa igualmente por la creación de nuevos algoritmos.
Que el MIT sea además un nido de contestatarios importa poco —con la condición expresa de que estos universitarios contribuyan con sus trabajos a alimentar la máquina militar y que, en tanto que contestatarios, sus voces se pierdan en el ruido mediático.
Si por ventura llegaran a hacerse oír muy brevemente, la oligarquía se apresuraría a ver en ello la prueba de la libertad de expresión que magnánimamente concede.
Goce sádico
En último lugar, debemos señalar las funciones psicológicas: la militarización de la vida social refuerza la infantilización al exigir obediencia —y confianza— ciegas; la guerra, cuando estalla, rompe el tedio de la vida en una sociedad mecanizada que ya no ofrece ningún sentido a la existencia.
El choque con la realidad se vive entonces como liberador. Vivir en pie de guerra es vivir de verdad, es vivir en los extremos.
Todo esto no presagia en nada la función última del entrenamiento militar en general y de la guerra en particular: la depredación, la agresión y la violencia constituyen goces primitivos (en el sentido de Lorenz, no de Lacan).
La liberación del sadismo de los oligarcas, que implica la posibilidad de secuestrar, violar, torturar y asesinar fuera de todo marco cultural (faltan las palabras para nombrar esta lógica que solo es racional en un sentido perverso), son el alfa y la omega del fundamento guerrero de nuestras sociedades.
La ignorancia es la fuerza.
Este artículo fue publicado con la firma de Michel Weber en Fraternity, un newsletter dirigido por Matéo Simoita. Parvis agradece a la editorial y al autor por su generosidad al compartir este artículo. Para realce de la redacción y los conceptos originales, y con la idea de amenizar la lectura, se agregó el énfasis de las negritas y las pausas de algunos de los subtítulos. También se realizaron ínfimas adaptaciones en la puntuación, todo ello siguiendo el propio estilo editorial.
